Me gustaría poder recordar qué día fue aquel de la primera misa en Guadalupe. La fecha merecería en mi vida un aniversario, un evento, como se dice ahora para cualquier cosa, no sólo por la parroquia sino porque hacía casi cuarenta años que no pisaba una iglesia por mi propia voluntad. En realidad, mi religiosidad había terminado con mi niñez. No había sido más que una creencia infantil, de portal de Belén y traje de primera comunión.
Era verano y lo que luego sabría que se llama la cripta estaba muy mermada de asistencia. Yo era un intruso, y anticipaba que en cualquier momento alguien se iba a dar la vuelta para preguntarme qué hacía allí. Bajé la escalera con esa sensación de temor. Algo buscaba desde hacía tiempo, porque ahora me pregunto que si uno tiene la boca seca busca agua para beber, no necesitamos que nadie nos lo explique, pero la sed espiritual ¿cómo nos enteramos de qué manera se reconoce y se sacia? No estaría mal una campaña institucional. Sí, sentía temor y algo parecido a una sensación de derrota: me había sentido tan autosuficiente y capaz, y ahora estaba ahí, a la puerta llamando, esperando que me abrieran. Un texto encontrado en internet me había servido de localizador de parroquia, de la que no tenía más que el vago recuerdo de ver de pasada, cuando mis tíos de Prosperidad me llevaban a los caballitos. Era “la iglesia del sombrero mejicano”. Aquel texto, escrito para una vigilia de Pentecostés decía:
Apostamos por ser Iglesia que festeja con Dios y con Dios sonríe, para contagiar con buen humor una mirada que llena de color la historia.
Cuate, aquí hay tomate, dije yo.
De aquella misa veraniega recuerdo, además del corazón en la garganta, el calor, los ventiladores, los bordados coloridos, los abanicos, todo creaba un aire a misa tropical, lejana, que me agradaba. Me sorprendieron los silencios, y que en medio de ellos alguien se lanzaba a hablar, y las canciones de sabor setentero. Mocedades, sonido Torrelaguna. El sacerdote –no le he vuelto a ver ni sé su nombre, pero gracias-, ignorante de contar entre sus parroquianos con una oveja recuperada, pronunció una homilía alegre y llena de amabilidad. Me iba relajando, como un baño cálido. Allí no había oros, ni ricos cálices, ni patenas. Era todo cacharrería. Y de repente una canción nos hizo a todos, cura con micrófono en mano incluido, movernos suavemente, mecernos un rato. Ven Espíritu de Dios, sobre mí. Bueno, se había tomado su tiempo pero estaba en camino.
Luego llegaron las misas de una. Nacho, tan joven, el coro, Ana, Juanjo, Consuelo… Descubrí lo que era el “equipo de liturgia”, y que escucharlos era, casi, tan gozoso como a aquel misionero chaval experto en dogmática que nos tenía a todos con los cinco sentidos puestos y el corazón en vilo. “Muchas gracias, nos has hecho mucho bien” –le dije, emocionado, en su despedida. “¿De verdad?”, contestó. Y se rió como un niño.
Tengo que recordar también a Rogelio. El curso de Vaticano II por el aniversario. Fue un curso invernal y ameno. “Este es un documento que deberían leer todos los cristianos”, dijo con ese pequeño tomo en la mano levantada hacia el cielo helado del salón. Hablaba con inteligencia y dominaba la ironía, a veces nos hacía reír. Corrí a comprarlo. Yo, que había hecho una transición por el budismo, pude leer a propósito de esa fe oriental: también esas religiones contienen semillas de verdad, que la Iglesia reconoce, capaces de disponer a los hombres para la recepción del Evangelio. ¿Se puede decir más bonito? La verdad es que Los Padres Conciliares tuvieron puntería conmigo.
No mucho tiempo después conocí a Miguel. Coincidimos fuera de la parroquia. Había llegado al centro de personas sin hogar donde trabajo ofreciéndose para dirigir un taller de meditación –traía paz- a nuestros albergados. Estuvimos hablando, y pude compartir con él mi experiencia espiritual, que entonces me gustaba tanto relatar. Le conté cómo iba mi recepción del Evangelio pero también le confesé que echaba de menos la meditación. Entonces, con esa voz, me dijo: “en mi parroquia nos reunimos los jueves para meditar”. Levanté las cejas, incrédulo. “¿En tu parroquia? Pero qué parroquia es esa a la que vas?”. ¿Casualidad? Estuve acudiendo dos años, bajábamos al salón 0, nos quitábamos los zapatos y pisando descalzos el terrazo, nos sumergíamos en su cálido silencio. Buscadores del Espíritu, como dijo Pilar. Junto con el salón 0 descubrí también, de paso, el edificio contiguo con todos sus salas, capillas, salones, laberintos y recovecos llenos de grupos que van y vienen, cantan, se abrazan y se ríen, reparten, comparten, organizan de todo, algo así como el Reino con las puertas abiertas: Puerto Rico, 1. Creo que a fecha de hoy no he terminado de enterarme de todo lo que contiene.
Se me acaba el espacio y no he hablado de la Pastoral de Adultos. Admirado estoy de tanta generosidad. “¿Pero todo esto es gratis?” le dijo alguien a Fer, bromeando.
“Gratis lo recibimos, gratis lo hemos de dar”
contestó. ¿Qué más puedo añadir?.
Ahora, contemplado en perspectiva, sentido y reflexionado para escribir estas líneas, siento todo lo vivido hasta hoy como una experiencia de Dios… Pero qué tontería acabo de decir, ¿qué otra clase de experiencia podía ofrecer, si no, una iglesia? Gracias, Señor.
Blas Gil del Olmo
(Blas Gil del Olmo forma parte del proceso de Formación Básica de Adultos)