A mis 26 años la JMJ ha representado los momentos que puedo contar con los dedos de una mano que he agradecido estar vivo con tal de haberlos disfrutado. Creo que es de las ocasiones casi únicas en las que el ser humano exprime el tiempo como si fuera oro, en los que ríe teniendo que coger aire para seguir riendo, en los que sus ojos no llegan a dar abasto con la marea de gente que se congrega a la llamada de un hombre que anuncia la entrega en Cruz y Vida de otro hombre hace 2000 años.
Y si la vives en comunidad, en familia, como la he vivido yo es si cabe más tremenda si cabe. Tuve la suerte de ir con un grupazo de mi parroquia de nuestra señora de Guadalupe guiada por los Misioneros del Espíritu Santo (MsPs) y lo hicimos también con los misioneros y parroquias de la misma espiritualidad que hay en Mexico y EEUU. La semana previa estuvimos conviviendo y conociéndonos en Madrid y después fuimos juntos a Lisboa. El pretexto era inmejorable: ser anfitriones de un evento único mundial y hacerlo en nuestra propia casa. Todo ello favoreció preparar ya el corazón (y las piernas) para disfrutar de la semana en Lisboa.
¡Y qué semana!. Cuando en tu día a día estás hastiado de hostilidades humanas, violencia, polarización política, muerte, guerra, hambre, crudeza climática, cuando estás harto del trabajo o de los estudios, cuando todo parece que es cizaña como dice la parábola, la JMJ demuestra que hay MUCHO grano. Somos fruto. Somos luz. En la JMJ no importa si eres alto o bajo. Eres blanco o negro. Moreno o rubio. Chico o chica. De izquierdas o derechas. Hetero u homosexual. TODOS estamos llamados. Eres de Jesús. Y ello se celebra. Se celebra cantando por las plazas y calles en los múltiples conciertos que hay a todas horas (momentazo el de Hakuna en la plaza del comercio), se celebra botando en los trenes al ritmo de sevillanas y desgañitándote como si no hubiera un mañana, se celebra pasando calor y dándote cuenta que hay mucha humanidad que no dispone de aire acondicionado en verano, se disfruta durmiendo en el suelo y duchándote con agua fría a las 7 de la mañana, se disfruta con la sonrisa que te deposita todo el mundo allá por donde vas caminando. Se disfruta comiendo con aquello que la Iglesia te prepara en los establecimientos que se brindan a darte comida. Se disfruta haciendo colas y hablando con gente de todas las partes del mundo que en ese momento conoces y que quizá no vuelvas a ver. Se disfruta ondeando banderas de donde vienes y viendo un océano de gente de todos los lugares que apenas pueden moverse del sitio del gentío que hay. Y se disfruta llorando y haciendo silencio en la Vigilia del sábado en el campo de Gracia, sabiéndote amado por un Padre que te quiere gratis por tu nombre, no importa lo pecador que seas, lo frágil, lo pequeño, lo inmerecido, te quiere hasta ser clavado en cruz. Y ahí todo cambia. Porque desde entonces el mundo no será igual para ti.
La alegría es misionera, Papa Francisco 2023
Diego Viedma Delgado