Nuestro viaje empezó como suelen empezar muchos viajes: la llegada al aeropuerto, la ansiedad de llegar al destino aún antes de haber despegado, la larga cola para facturar… Nada parecía indicar que estábamos a punto de emprender unas vacaciones distintas, una experiencia que, a muchos, nos iba a cambiar. ¿O tal vez sí? La verdad es que las maletas que llevábamos no eran para nada normales. Tres o cuatro de nosotros podríamos haber cabido dentro de los bolsones negros que transportaban casi 500kgs de materiales y ropa para niños. Bueno, y de nosotros ni hablar: 17 voluntarios de lo más variado – 4 familias con hijos entre los 12 y los 24 años y 4 universitarias con más energía que un niño de 8 años – acompañados por Chelo, una de las dos almas fundadoras de Kelele y del proyecto de la eco-escuela Kumwenya, en Uganda. Todos dispuestos a dedicar un pellizquito de nuestra vida.
Y 14 horas después de despegar, a las 05:00 am de Uganda, llegamos a Kampala, capital de Uganda y tuvimos la oportunidad de presenciar el despertar de la ciudad, que nada tiene que ver con los amaneceres en la sabana que se ven en los documentales. En Kampala miles de niños y niñas caminaban solos por los arcenes, con una mochilita a la espalda y los zapatos destrozados, para poder llegar al colegio puntuales, mientras que otros tantos miles de coches pasaban como rayos a escasos centímetros de ellos.
A eso de las 7 de la mañana amaneció Kumwenya. Recuerdo bajar las escaleras de la cabaña, atraído por los gritos de niños y niñas y verlos jugando y bailando en medio del patio. Esta imagen, acompañada por los sonidos de la naturaleza y el sol brillando ya alto en el cielo, me generó una sensación de paz, felicidad, armonía con la naturaleza.
Cogimos fuerzas con un maravilloso desayuno, y nos pusimos manos a la obra a organizar las actividades que íbamos a llevar a cabo durante nuestra estancia en el colegio, que eran de lo más variopintas: hacer una segunda portería de futbol, montar dos campos de vóley, restaurar el cartel de entrada al colegio, talleres de futbol, vóley, informática, arteterapia, origami, tejido, teatro, club del libro, reciclaje de papel, aceite de aguacate y hasta construir un invernadero “piloto” para poder seguir cultivando en las épocas de lluvias…. Cada cual se involucraba donde veía que podía aportar más en función de sus habilidades, y siempre coordinados con el programa del colegio.
Y antes de que pudiéramos darnos cuenta, ya estaban los niños otra vez gritando, corriendo y riendo en el patio: la hora del recreo. Dejamos nuestros quehaceres para después y fuimos con los niños. Nada más pisar el campo de futbol, fuimos arrollados por los pequeños. Y con arrollados quiero decir arrollados. Se nos colgaban de los brazos, nos agarraban las piernas, no nos dejaban caminar. ¡Éramos la nueva atracción! Nos reíamos, gritábamos y corríamos con ellos tras el balón como posesos, para acabar tirados en el suelo pidiendo un descanso. Pusimos música en el altavoz y empezamos a bailar sin ninguna vergüenza hasta que ésta dejó de escucharse a causa de las risas burlonas de los niños de P1 (primero de primaria).
Tras una media hora, los niños volvieron a clase. Nosotros estábamos agotadísimos. Si hubiésemos dicho que acabábamos de volver de una batalla, nadie habría puesto objeciones. Pero la sonrisa de oreja a oreja no nos la quitaba nadie. Estando con los pequeños nos habíamos vuelto a sentir niños. Nos habíamos dado cuenta de que con una sonrisa o con un «choca los cinco” podías hacer reír a decenas de niños. A unos niños que, día tras día, volvían con ilusión a Kumwenya, no sólo a aprender a leer o a sumar y restar o a cuidar de las gallinas-sí, en Kumwenya hay un gallinero-, sino a recibir también una enseñanza de modales y valores imprescindibles como lavarse las manos y los dientes, respetar al prójimo, compartir con los más desfavorecidos, trabajar en grupo y saber mediar en conflictos.
Por las tardes veíamos a los niños que por la mañana estudiaban en el colegio cargando agua y leña, trabajando para ayudar a mantener a sus familias. Los mismos niños, que en numerosas ocasiones, preferían quedarse a jugar con nosotros por las tardes en vez de regresar a sus hogares, arriesgándose así a llevarse una buena regañina de sus padres.
Pasaron los días sin que nos diéramos cuenta, días intensos de trabajo de sol a sol, pero que terminábamos siempre con la felicidad visible en nuestros rostros.
Todos en Kumwenya se mostraron inmensamente agradecidos. De hecho, uno de los últimos días, organizaron una actuación y nos presentaron unos hermosos bailes locales que habían aprendido para darnos las gracias. Sin embargo, fuimos nosotros los que teníamos que haber dado las gracias, fuimos nosotros los que más aprendimos y ellos los que consiguieron enseñarnos a ver la vida de otra manera.
Aprendimos que siempre existe la posibilidad de escapar de la rutina, del estrés, de los problemas y volver a ser un niño. Que estos niños, por muchas dificultades que tengan en sus vidas, no pierden su sonrisa siempre y cuando puedan seguir yendo al colegio a aprender y a jugar.
Aprendimos que se puede ser feliz con muy poco. Que una sonrisa o un “¿Cómo estás?” eran gestos importantes para los niños.
Con Deo, un chico de 8 años de P1 establecí un vínculo muy especial. Cuando le dije que nos teníamos que volver a España, rompió a llorar. Su madre me explicó que en casa había hecho huelga de hambre, que no quería que me fuera. Verle llorar, abrazándome y deseándome lo mejor, me hizo ver lo mucho que deseaba volver aún antes de haberme ido, lo importante que es para mí ayudar y aprender de estos niños. Ahora tengo claro que quiero volver.
Volvimos a Madrid con menos y a la vez con más. El equipaje pesaba menos, después de haber dejado bastantes cosas en Kumwenya, pero el corazón, nuestro corazón pesaba mucho más.